Benigno Alarcón Deza
Al igual que el 22 de octubre de 2023 se convirtió en un referente para la participación de más de dos millones y medio de personas que hicieron posible la Primaria, y el 28 de julio de 2024 fue la fecha en la que más de siete millones de personas decidieron movilizarse y votar para elegir un nuevo gobierno, el 10 de enero de 2025 se ha convertido en el nuevo referente, en el hito en torno al cual se centran, para bien o para mal, las expectativas sobre un cambio político.
Dicho esto, vale la pena recordar que entre la Primaria y la elección presidencial pasaron nueve meses en los que, pese a obstáculos como el no haberse permitido que la candidata elegida por la oposición en la Primaria, María Corina Machado, participara en la elección, o no haber permitido la observación internacional europea como se había convenido en el Acuerdo de Barbados, los opositores participaron masivamente, no solo votando sino cuidando sus votos, recuperando actas y protestando por los resultados anunciados por el Consejo Nacional Electoral (CNE).
Ante el nuevo desafío que, tanto para la oposición como para el gobierno, representa el hito del próximo 10 de enero, la gente debate en la calle sobre lo que sucederá o lo que debería suceder, en un ambiente en el que la mayoría se niega a renunciar y la esperanza se abre camino entre el miedo y la frustración.
Mientras tanto el gobierno intenta pasar la página y volver a la “normalidad”, primero, mediante una sentencia que pretendió declarar el resultado como “cosa juzgada”, luego obligando a Edmundo González Urrutia a exiliarse y, por último, “decretando” la Navidad a partir del 1 de octubre, mientras se prepara para lo que vendrá después de que pasen los Reyes Magos, intentando meter al país en una nueva dinámica electoral mediante el adelanto de unos comicios regionales y municipales que deberían celebrase a finales de 2025.
La realidad es que el final de un conflicto no se sentencia, así como tampoco puede resolverse evadiéndolo mediante el adelanto de la Navidad o de las siguientes elecciones. Si bien el conflicto político venezolano vuelve a estar hoy en una fase de estancamiento, y mantener un conflicto estancado solo funciona, temporalmente, para quien se beneficia del statu quo, está aún lejos de ser resuelto. Un conflicto como el venezolano solo puede resolverse mediante un arbitraje que goce de legitimidad para todas las partes o por un acuerdo que pasará siempre por el reconocimiento de los resultados electorales.
El gobierno, como suele suceder a menudo con quienes detentan el poder, intentará imponerse por la fuerza, aunque algunos parecen olvidar que el uso de la fuerza genera, por lo general, un proceso de acción y reacción que se traduce en una escalada, con pausas que pueden ser más o menos largas, que obligan al gobierno a estar siempre alerta y lo hace extremadamente dependiente de la disposición incondicional de sus tropas, policías o milicias para mantenerlo por la fuerza. En otras palabras, la estabilidad del gobierno depende hoy de la disposición de unos venezolanos a perseguir, apresar, herir y matar a otros venezolanos por demostrar su desacuerdo con un resultado electoral oficial sobre el cual persisten las dudas, no solo porque no les guste el gobierno o el resultado oficial, sino porque el Consejo Nacional Electoral continúa hasta hoy sin demostrar unos resultados distintos a las exhibidos por las actas mostradas por la oposición dentro y fuera de Venezuela.
¿Qué es diferente hoy?
Hoy, a diferencia de años anteriores, todo el mundo sabe lo que pasó, todos saben, gracias a la elección del 28 de julio, cuántos apoyan la continuidad del gobierno y cuántos un cambio político, lo que coloca a un gobierno que ha estado durante años en un equilibrio precario en una situación aún mucho más delicada, no solo por la magnitud de quienes se le oponen, sino también por el dilema que ello representa para quienes lo apoyan frente a una situación cuya tendencia se mueve hacia el cambio, y las únicas dudas que persisten son cuándo y cómo ocurrirá.
El gobierno ha demostrado, sin lugar a duda, que está dispuesto a hacer lo que sea necesario para mantenerse en el poder, pero ante el escenario actual tampoco hay duda de la incertidumbre sobre su sostenibilidad, por los costos en que se debe incurrir para ello, eso está cada día más presente entre la élite oficialista y los actores que le sostienen.
La gente tiene miedo después de la brutal represión vivida durante los días posteriores a la elección, pero además de miedo hay resentimiento e indignación por lo que sucedió con el resultado electoral, así como por la persecución, los arrestos, los maltratos, las golpizas, los heridos y los muertos durante las horas siguientes a la elección. Y el resentimiento y la indignación colectiva no son sentimientos que se superen con facilidad, sino que, por el contrario, suelen mantenerse agazapados hasta que las sociedades encuentran mecanismos para canalizarlos, a veces institucionales como el referéndum o las elecciones en Chile o Sudáfrica, o inesperados como la caída del muro de Berlín, la Revolución de los Claveles en Portugal, o la Intifada de idi Bouzid.
En este sentido, el próximo 10 de enero, fecha en la que debe juramentarse ante la Asamblea Nacional quien ejercerá como presidente de Venezuela hasta enero de 2031, constituye un nuevo hito o referente en torno al cual se centran la atención y expectativas, como sucedió con las dos fechas previas, el 22 de octubre de 2023 y el 28 de julio de 2024.
La diferencia entre el 10 de enero y las dos fechas previas es que la gente sabía qué tenía que hacer. El 22 de octubre y el 28 de julio las tareas se percibían como de bajo riesgo (votar y colaborar en las tareas propia de una elección), mientras que para esta nueva fecha, el 10 de enero, nadie sabe lo qué debe hacer y la situación se percibe como de mucho mayor riesgo.
El rol del liderazgo
Ante la falta de una hoja de ruta clara, al llegar a la encrucijada del 10 de enero la gente podría dispersarse en distintas direcciones, dependiendo de sus expectativas. Unos deciden que ya no hay nada que hacer y tratan de normalizar sus vidas, por ahora y mientras puedan; otros deciden seguir luchando como se pueda; mientras otros deciden buscar un lugar en el mundo para ellos y para sus hijos.
¿Cuántos se irán por cada camino? Aunque hay algunas estimaciones estadísticas, la realidad es que lo que termina sucediendo en estas dinámicas colectivas es poco predecible porque depende, en buena medida, de las expectativas de la gente y de la actitud de quienes lideran. En este sentido, la actitud del liderazgo resultará determinante.
Lo que si es predecible es que, de aquí al 10 de enero, al menos que otros eventos nos sorprendan, el conflicto se mantendrá estancado y no habrá cambios importantes en el statu quo. Pero el 10 de enero puede funcionar como la señal de partida de una nueva etapa de la lucha democrática a la que el gobierno responderá intentando desviar la atención, como lo hizo en octubre adelantando la Navidad, ahora adelantando las elecciones regionales y municipales con la finalidad de dividir a la oposición, y en especial a los partidos de la Plataforma Unitaria Democrática, que hasta ahora se han mantenido firmes al lado de María Corina Machado y Edmundo Gonzáles Urrutia, mediante la creación de incentivos clientelares como la oportunidad de competir por espacios subnacionales de poder, como es el caso de las gobernaciones y alcaldías, considerando que si el gobierno liderado por Maduro se consolida pasaremos a un régimen hegemónico en el que no volverá a haber en mucho tiempo elecciones competitivas a nivel nacional (presidenciales o legislativas).
El problema para la oposición democrática, pero también para el gobierno, es que, tras lo sucedido en la elección presidencial, si Maduro se juramenta el 10 de enero, la gente no prestará atención al “espejismo electoral” y no asistirá a las próximas convocatorias como respuesta al irrespeto a la voluntad popular expresada el pasado 28 de julio. En un escenario en donde la ruta electoral queda devaluada, el apoyo a los partidos, así como su existencia misma, queda supeditada a la reinstalación de una democracia en Venezuela.
A modo de conclusión podríamos decir que los dos escenarios que presentamos en el Centro de Estudios Políticos y de Gobierno en el evento Prospectiva Venezuela 2024 una semana antes de la elección, transición democrática o conflicto, se mantienen vigentes durante este año, considerando que no puede confundirse nunca el estancamiento con la resolución de un conflicto. Estos escenarios incluso marcan el inicio de 2025, a partir del 10 de enero cuando el país se reactivará tras el receso navideño, y podría pasarse de la actual etapa de estancamiento, funcional a los intereses de la cúpula gubernamental, a una nueva escalada en la que la incertidumbre será la regla, no solo para el movimiento democrático, que insistirá en hacer respetar los resultados electorales que defienden, sino para un gobierno que depende de una alianza cívico-militar-policial, porque la cívico-militar ya le resulta insuficiente. Una alianza que se enfrentará a un enorme dilema entre sostener al gobierno, por la buenas o por las malas, o retornar a la neutralidad institucional establecida en la Constitución, para dejar que lo político se resuelva, como lo exige la comunidad internacional democrática, por mecanismos legítimos, como lo sería una auditoría imparcial sobre el resultado de la elección presidencial.
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